(Esta travesía no podría hacerse sin el patrocinio de Gótica Eventos, Damovo y Hanna Estetics, Bogotá)
Favor hacer las donaciones para los niños con cáncer en la cuenta de ahorro exclusiva para Brasil en dos ruedas, número 0483124605-2 de Bancolombia a nombre de OPNICER (Organización de padres de niños con cáncer, Nit: 830091601-7). Con estas donaciones usted está ayudando a un niño enfermo de cáncer a tener una posibilidad de vivir.
Voy a tomar una ducha cuando escucho un estruendo. Un sonido seco primero y luego el golpe de un portazo seguido por un ruido hueco parecido al de un coco que da contra el piso. Me volteo asustado y veo las piernas desnudas de un hombre sobre la saliente de un cuarto de inodoro. Me acerco a él y lo veo tirado sobre el piso con las guevas al aire aprisionadas contra el resorte de la pantaloneta, sus ojos en blanco y la lengua afuera. Corro por ayuda ante la mirada pasiva de dos brasileros. Bajo la ducha me acuerdo de la vez en que yo mismo me desmayé una noche en mi cuarto luego de orinar.
- Antes era la única forma que tenía la gente de salir del país - responde. Nos cuenta que en la época del comunismo, cuando eran pequeños, sólo viajaban por los Balcanes y demás países de la cortina de hierro. – Las familias no podían llevar más dinero del equivalente a 40 dólares. Mis papás nos metían más plata entre los calzoncillos a mi hermana y a mi, y así podíamos durar 2 semanas de viaje.
-Oye. Eso es prohibido. No pediste permiso - me dice una mujer con un hombre al lado.
- ¿Puedo tomarla?
- No. Es un original -. Volteo la cámara y se las apunto.
- Eres un grosero – dice.
Entramos a un restaurante en donde pido una milanesa con puré. Troy y Adrian piden bife de chorizo, Fiorella, asado de tira. Los húngaros se animan por la parrillada, la “Reina de la cuadra” según un cantante que acompaña nuestro almuerzo con canciones de Gardel. Luego caminamos por las sucias calles hacia el estadio de fútbol. Por el camino Fiorella vuelve a mirar algunas otras baratijas y yo aprovecho para preguntarle a una señora que atiende un mostrador sobre la historia del barrio.
- Se llama la Boca porque fue la primera entrada portuaria que tuvo el país. Vinieron italianos, españoles, alemanes, polacos y demás europeos que escaparon de la guerra y la pobreza. Eran artesanos, albañiles, zapateros, carpinteros; hicieron las casas con chapas y maderas pintadas con los sobrantes de las pinturas para barcos - dice.
- ¿Qué pasó?
- ¿Sólo te pregunté si estabas ocupado? – me dice por teléfono algunos minutos después.
- Yo sé. Esto del Messenger da para interpretaciones equivocadas. Por eso no me gusta.
- Esto es muy duro.
- Sí.
- ¿Qué vamos a hacer?
- No lo sé. No quiero dejar de hablarme contigo. Yo te adoro, es lo único que te puedo decir.
Cuelgo sintiendo un boquete entre mi pecho. Gady alquiló un apartamento y se ha ido. Al cuarto llega una pareja de ingleses de 18 años. Salgo por una botella de agua y me topo con el irlandés que se desmayó en el baño.
- Tienes que hacerte el examen de la glicemia - le digo.
- Por eso es que no he querido ir al médico. No quiero que me salga con esas cosas – responde mientras abre una cerveza.
Al día siguiente tomamos de nuevo el 64 con Troy, Adrian, Camila y dos brasileras más. Vamos a San Telmo. Visitamos el mercado antes de entrar a un restaurante y caminar por la colorida Plaza de Orrego en la que estuve una noche con Tatiana al principio de nuestro viaje. Camila está molesta con Troy y no le dirige la palabra. Almorzamos, tomamos vino de la casa. – La gente adinerada vivía en San Telmo hasta que hubo una epidemia de fiebre amarilla y se fueron a la Recoleta – nos cuenta el mesero. Llegamos hasta el Museo de arte moderno pero desafortunadamente está cerrado. Nos despedimos y me devuelvo al hostal con Troy.
- ¿Por qué no te habla Camila?
- No le pude volver a dar un beso después de que me lo mamó.
- ¿En serio? ¿Cuándo pasó eso?
- Anoche, en el dormitorio. Bajamos una colchoneta al piso y lo hicimos ahí. Eran las 4 de la mañana, todo el mundo dormía.
- ¿Y después no pudiste besarla?
- No. No sé por qué. Es extraño.
- Ella huele a mi abuela – le digo.
- ¿En serio? ¡No me digas eso! ¿Vas a incluir esto en tus crónicas?
- Obvio.
Por la tarde me llama Juan Pablo, un diseñador gráfico amigo de Tatiana que se vino a Buenos Aires hace 3 semanas. Quedamos en encontrarnos en el Burger King de la 9 de Julio junto al obelisco. Vamos a ir al concierto de un grupo mexicano llamado Kinky que según él es muy bueno. Pienso que es un buen momento para probar cómo sigue mi hernia; no me ha dolido en los últimos días. Camino por Corrientes donde varias personas me ofrecen chicas deslizando tarjetas de presentación en mis manos. El sexo pulula en las calles. La pornografía es visible en los kioscos y mientras espero a Juan Pablo me aborda una mujer que me dice que pase un momento a ver un show de striptease con bailes griegos y árabes que tienen preparados algunas de las chicas. Insiste en que me invita a una cerveza. Juan Pablo llega a los 15 minutos. Es un hombre alto muy seguro de si mismo. Tiene la quijada cuadrada, una barba de tres días y luce una camiseta azul de Bob Marley. Caminamos hasta Córdoba en donde tomamos un bus. Le pregunto qué hace acá y me dice que anda en busca de mejores oportunidades.
- Uno en Colombia está en una cárcel cultural – dice.
- ¿Por qué?
- La gente importante no va porque le da miedo. Nada de lo bueno nos llega.
Las calles pasan de largo mientras que lo escucho. Dice que uno allá está enjaulado, que nada entra y que nada sale porque todo es muy caro. Nos bajamos en Niceto Vega y caminamos hasta el número 5510 por el viejo Palermo. Nos sentamos en un boliche enfrente y esperamos a que baje un poco la fila. Las fachadas de las casas son clásicas pero casi todas acusan ruina. A nuestro lado se sienta un boqueto sobre la base de una matera con una cerveza en mano. Tiene los dientes negros, una costra de saliva en el borde de los labios y una mirada vidriosa que apunta hacia delante. Saca unas pastillas de su bolsillo y nos las muestra.
- Son caramelos – dice.
Habla con Juan Pablo. No le entiendo muy bien. Su rostro acartonado encubre su juventud. Hablan algunas cosas. Entre dientes le escucho decir: - duraba volando en cualquier planeta -. Juan Pablo le responde: - Tienes que tener cuidado con eso -. La fila se aminora y la hacemos.
- ¿Qué mete el man? – le pregunto.
- Heroína. ¿No vio como tiene los dientes?
- ¿Y las pastillas?
- Es Rubinol. Las toma para acelerarse, pero ahí donde lo ve, mire la diferencia. Jodido el tipo y todo pero me contó que tiene Seguridad Social.
Entramos al bar y casi de inmediato se inicia el concierto. Vemos al grupo sobre una tarima a veinte metros de nosotros por entre el sitio abarrotado y el humo insistente que sale disparado de unos cajones negros que penden del techo. Luces de diferentes colores van iluminando al cantante, al baterista y los dos guitarristas que saltan al ritmo de una música que fusiona rock y electrónica y tiene a todo el mundo saltando. Juan Pablo me mira orgulloso con cara de: le dije que este grupo es la chimba. El grupo lleva al público por las canciones de su nuevo álbum a medida en que el show de luces se despliega y apaga. Al final tocan tres canciones extras.
- Te queda muy bien ese virome – me dice la mujer que atiende la barra.
- Gracias. Si quieres tómame una foto - . Le paso mi cámara y me pongo el esfero en la oreja. También le tomo una a ella. Se llama Sonia. Es simpática, tiene un buen cuerpo y luce una camisa negra que se amarra con tiras en la espalda. Le digo lo que estoy haciendo. – Háblame de la rumba en Buenos Aires – le pido.
- Todos los días hay salida. Encontrás bares, pubs, discotecas, conciertos y mucha música electrónica. Quema la cabeza tanta música electrónica; empieza a aislar a la gente. Hay mucha droga -. Me cuenta que se acaba de graduar de psicología y que trabaja 3 veces por semana.
- ¿Qué más me puedes decir?
- Que la noche no tiene límites. Se consume mucho alcohol y hay muy poco control mental. Hay mucho libertinaje.
- ¿Desde qué lado de la barra estás diciendo eso?
- Yo no soy así; desde acá adentro. Esa es mi apreciación. No sé si así sea en otro lado pero acá es así.
Termino de hablar con ella justo después de que Juan Pablo se encuentra por casualidad con un viejo amigo de Colombia con el que estudió en la Javeriana. Se llama Diego pero le dicen “Chiqui”, está con su novia, una colombiana diseñadora gráfica que se llama Carolina. Nos sacan del lugar y nos vamos a un pub que queda enfrente a beber unas cervezas. Chiqui y Carolina viven en Buenos Aires desde hace algunos años. Hablamos de su experiencia de vivir como extranjeros cuando al lugar entran otros colombianos. Los miro mientras que pienso que en realidad la ciudad en sus espacios interiores se me parece mucho a Madrid.
- Es increíble pero yo me encuentro a gente conocida de Colombia todos los días. A mi me encanta este sitio. Uno puede llegar tan lejos como quiera – dice tomando de su cerveza con agrado. – Ya estudié lo que quería acá y ahora me voy a dedicar a ganar plata en lo que me gusta.
- Acá valoran mi trabajo, en Colombia eso no pasa – dice Carolina – el talento allá es un anexo, se da por sentado. Yo la verdad es que no vuelvo.
- Aparte aquí no hay prejuicios, uno se puede vestir como quiera.
- Ni hay roscas.
- Es que eso es lo que más me molesta – dice Juan Pablo con desagrado en su rostro – ¡las putas roscas! -. Nos devolvemos los dos en el bus 120. La ciudad pasa de largo. Pienso en Tatiana, en lo lejos que está, lo mucho que la extraño. Su sonrisa me viene a la cabeza hasta que él rompe nuestro silencio: - Cada día me lleno de más razones – dice.
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