Tiempo. Que palabra tan difícil. Amanece y luego anochece; amanece. Vuelve la noche, vuelve la luz. Los días pasan como un conglomerado al que le decimos semana, mes. Nos sentimos tranquilos porque vienen agrupados en decenas que se convierten en uno: un año. Un único fragmento de tiempo que despedimos y al que le damos la bienvenida con champaña en la mano cerrando un ciclo interminable que se abre y se cierra como si fuera la aurícula y el ventrículo de un ser superior que demarca nuestros ritmos y nos permite respirar. Si estamos en compañía de nuestros mejores amigos o de nuestra novia o esposa, nuestros hijos, nuestros papás, la angustia se aminora. Al fin y al cabo no estamos solos. Cada una de las personas a nuestro alrededor experimenta lo mismo. Se cierra un año como si fuera una cifra más, un concepto contable al que es necesario darle fin, porque un año como el que pasó era mejor clausurarlo. Esperemos que el próximo sea mejor. ¿Cómo te fue este año? Muy bien, logré todo lo que me propuse. Un lugar puede ser un paraíso o un infierno dependiendo de cómo se le mire. El resultado global salta en defensa o acusación del individuo que con copa en mano no sabe si agradecer que el año se haya cerrado o maldecir por ello. Lo cierto es que la vida continúa. El primero de enero seguimos siendo las mismas personas. El Papa da su misa habitual, la madre se levanta pensando en sus hijos, el empresario hace proyecciones, el propietario de almacén hace cuentas, el doliente sigue con su dolencia, el enfermo con su enfermedad, el deportista consagrado excusa en el festejo las copas de más, mientras que el estafador planea su nueva estafa y el asesino sigue siendo asesino. Lo que no se hizo queda para el nuevo conglomerado temporal mientras todo permanece igual. El mundo, aquel ser superior que demarca nuestros ritmos sigue imperturbable en su movimiento rotacional delimitando a la noche con el día. Alguna vez le escuché decir a una de esas personas que se las tiran de filósofos porque han leído mucha literatura barata y varios libros de auto-ayuda, que no importa el paso del tiempo siempre y cuando uno haga en la vida las cosas que lo hacen feliz. El envejecimiento es un producto simple del acto de vivir. El mundo y la naturaleza se tienen que renovar. El hombre está en cabeza de ello. Lo que es joven hoy, mañana no lo es. Los días, los años, el movimiento rotacional imperceptible, las estaciones son todos fenómenos que marcan en el optimista un renacer. El oso se despierta luego de seis meses de hibernación, la mantis devora con sus fauces al macho en favor de la prole futura, las hienas se apoderan del cachorro de león mientras que su madre rapa del jaguar su presa, nacen 1.759.534 bebes el primero de enero en el mundo entero, se fecundan una cantidad parecida de óvulos, en un solo segundo se enciende la luz roja de 187.123.821.374 semáforos y mueren 238.094 personas de un ataque al corazón. - No se molesten por constatar las cifras. Para algunos viejos cuyos anhelos se fueron desvaneciendo con el paso de los años, aquel primero de enero tiene un sabor diferente: es un día más, igual a cualquier otro, con la diferencia de que los acusa un cierto remordimiento por el tiempo perdido, aparte de que la noche anterior tuvieron que soportar el ruido y festejo de los demás. Esperar la muerte puede ser un acto tortuoso y largo para alguien que ya no valore la vida.
Un niño hace un castillo de arena con su papá sin darse cuenta de que muy probablemente cuando sea viejo, recordará ese momento con dulzura. Una mujer aprieta la mano de un hombre mientras caminan por la playa con sus tobillos adentro de las olas que revientan. En otro sitio de la humanidad, por alguna casualidad o bien por la insistencia misma de la rutina, un hombre cae en cuenta de que la vida se le fue en un suspiro. Lamenta no haber hecho nada de lo que hubiera querido. Otro, a la edad de sesenta y cinco años, luego de comprender su necesidad de conocer el mundo, llama a una agencia de viajes y hace las maletas para irse al Amazonas. A mi lado un grupo de argentinas se tuestan al sol sin importar las consecuencias futuras. Hablan de novios lejanos que pasaron pero que recuerdan. Un escritor debe tener un ojo aguzado. Sus cinco sentidos tienen que estar alerta. Los ambientes, las posturas, los gestos, los hábitos y reacciones de las personas a su alrededor deben captar su interés particular. John Cheever, excelente cuentista norteamericano al que alguna vez le preguntaron sobre las herramientas que necesitaba un novelista respondió: “Pues bien, me parece que un oído casi perfecto es tan esencial para un novelista como su riñón, por ejemplo. Es preciso captar acentos, escuchar lo que se dice cuatro mesas más lejos. Esto es escuela literaria elemental en lo que a mi respecta”. Lo mismo podría decirse de la crónica, sobre todo cuando su intensión es la de describir un entorno. Una de las argentinas manifiesta que aún quiere a un novio pasado. Mira hacia el horizonte en donde el mar en su inmensidad se une con el cielo. La tarde cae y el océano adquiere un color plateado. A lo lejos un rayo relumbra y la playa abarrotada hasta hace tan sólo unos instantes, empieza a vaciarse. La joven continúa mirando el horizonte como si en ello lograra algún sosiego, una nostalgia un tanto masoquista pero placentera, de esas que les dan a los enamorados que ya no tienen al lado a su ser querido.
Algunas noches atrás me encontraba comiendo con mi novia en un restaurante apacible de Praia do Rosa , hablando de la tranquilidad que se respira en ese hermoso balneario al sur de Brasil, cuando aconteció un evento particular de esos que se dan rara vez en la vida. Se escucharon unos gritos indescifrables en portugués antes de que viéramos saltando a una familia y a unas argentinas corriendo por el andén. Luego se escuchó el estallido vacío característico de cuando una botella es despicada. Un muro que separaba al jardín de nuestro restaurante nos tapaba lo que ocurría. Nos levantamos de la mesa y fuimos a ver el acontecimiento. Tres hombres de raza negra hablaban entre ellos. Luego uno, el más fornido, se decidió entrar al restaurante de al lado. Una madre sosteniendo a su bebé en sus manos gritó conmocionada mientras que el resto de comensales se apartaron hacia los lados. De adentro del sitio emergió un individuo de rostro ajado de unos treinta y cinco años de edad, sosteniendo una botella de vino vacía en la mano. – ¡Vamos embora! ¡Vamos embora! - le dijo al hombre fornido, instantes antes de que saliera a correr como alma que lleva al diablo. El hombre fornido y los otros dos salieron disparados detrás de él, después apareció corriendo de la nada un joven con palo en mano detrás de todos los demás, que para ese entonces ya no se podían ver, y por último gritó al aire una mujer en portugués, todo esto en menos de 1.2 segundos.
Me gusta saber que hay gente allá afuera que hace lo que le gusta. Una niña que estudia ballet en un país lejano, un joven que toca la guitarra, un hombre que a los cuarenta años vendió su participación en una firma de abogados y se fue a vivir a un barco. Las motivaciones de las personas pueden variar según sus propios intereses. Todo viene de la entraña. El aviador decide serlo porque le apasionan los aviones, el maquinista los trenes, el violinista los violines. Ciertamente pasiones diferentes a las convencionales. He visto a muchas personas reflejar en sus hobbies la pasión que en realidad los mueve por dentro: El arquitecto que el fin de semana se disfraza de rockero y toca en una banda que rinde tributo a Metálica, el abogado que construye complejas pistas de trenes eléctricos, el financiero que escribe cuentos en su tiempo libre y luego los guarda en un cajón con la excusa de que son sólo para él mismo.
La playa está casi vacía pero aún no llueve. La noche cae y supongo que es hora de volver. Las calles lucen vacías ante el inminente aguacero. Es extraño como todos corremos cuando caen las primeras gotas. Una de las sensaciones más liberadoras de mi vida la viví a los veinte años en compañía de una amiga que le gustaba hacer todo lo contrario al resto de la gente. Esperamos a que las primeras gotas nos mojaran y luego nos fuimos hablando por la ciudad mientras que nuestras ropas se humedecían y nuestros zapatos se encharcaban. Que puedo decir, en las pequeñas cosas están las grandes felicidades.
La noticia llega a nuestros oídos algunos momentos después, propagándose por el aire sin explicación. Una mesera dice: - Pegarom ao estuprador.
- ¿Qué pasó? – le pregunto a otra que habla español.
- Atraparon a un violador, los surfistas le están pegando -. Al poco tiempo una patrulla de policía pasa por enfrente del restaurante. Otro hombre dice que ha violado a cuatro niñas en el verano y que una lo reconoció. - Nunca ha pasado algo así por acá – agrega. La angustia en el rostro del violador queda grabada en mi mente como la imagen de una pintura de Munch.
En los Esteros del Iberá, un ecosistema de lagunas, bañados, humedales e islas flotantes formado por aguas lluvias al noreste argentino, conocimos a un hombre extraño que amedrentaba a los demás turistas del camping. El sujeto de estatura mediana, cabeza rapada salvo un pequeño mechón rubio de pelo en la frente y piel cobriza, armaba su carpa a mis espaldas cuando un inglés que habíamos conocido ese día en Mercedes, uno de esos hombres temerosos que se precian de ser muy decentes, se le acercó a preguntarle si lo había perturbado en algo. - Keep fucking with me and I’m going to hurt you – le respondió con cara amenazante y el inglés salió pitado. Luego se volteó y caminó hacia otro sitio abriendo los brazos para lucir más grande.
- Y tú de donde eres - me pregunta en un español muy golpeado cuando vuelve.
- De Colombia.
- Tienen mucha droga allá en Colombia.
- Mucha droga hay por todas partes.
- Yo voy para Brasil, voy en busca de algo -. No le pregunto, aguardó.
- Tu novia, ¿es colombiana?
- Sí.
- Yo soy ciudadano del mundo. Llevó viajando por más de cinco años y ya le he dado tres veces la vuelta al mundo. ¿Tú haz viajado?
- Sí, conozco bien Europa.
- ¿Conoces África?
- No.
- ¿Asia?
- No.
- No conoces nada. Estos argentinos son todos unos putos. No tienen dignidad, invitan a la mesa a un inglés luego de lo de las Malvinas. ¡Eres un puto! ¡Vos no tenés dignidad! - le grita a Carlos un argentino que está aliñando la carne. Carlos no le responde. Sentados a la mesa el inglés me pregunta con angustia qué hemos hablado.
- Creo que es un tipo peligroso, tienes que cuidarte de él – le digo. Abre los ojos aferrándose al brazo de su novia francesa. Pensé en su miedo algunas horas después cuando escuché entre la carpa a los enormes carpinchos mascando pasto en la mitad de la noche. Haber compartido la mesa con los argentinos y el inglés me define de bando. No volvemos a cruzar palabra. Al día siguiente nos encontramos en el baño y nos miramos fijamente. Después me bañe y el cagó. Ser colombiano tiene sus ventajas. Uno también intimida.
Esta historia queda en continuará…, porque el mundo es mejor verlo con los ojos que por el Discovery Channel. (Las publicaciones se harán los martes y jueves aunque su periodicidad no puede garantizarse dada la naturaleza del viaje). Agradecemos a los siguientes colaboradores: Embajada brasilera en Colombia, Ibraco (Instituto cultural de Brasil en Colombia), Casa editorial El Tiempo, eltiempo.com, Avianca, Gimnasio Sports Gym y la revista Go “Guía del ocio”.
Aterdecer en río Uruguay - 31 de diciembre de 2006
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